Estudié en una escuela subsidiada, del programa Fe y Alegría y construida por la Asociación Civil para
la Cirugía Plástica y Reconstructiva. Esta asociación tenía por objeto recaudar
fondos para intervenir a niños que hubiesen padecido quemaduras extremas y requerían
tratamiento prolongado para atenderse, sanar y crecer con condiciones físicas
adecuadas. Su centro de operaciones era el J.M. de Los Ríos.
La idea de la escuelita es
que los niños con necesidad de tratamiento pudieran recibirlo y a la vez ir a la
escuela. Curarse y crecer a la vez. Para ello construyeron la escuela en El Junquito y buscaron por toda la zona niños con edad escolar y por allá en el año 87 arrancó el proyecto.
Mis compañeros de clase
fueron pues vecinitos de la “hacienda” que a mitad de los 90 se volvió “urbanización”,
y niños con 35, 50, 80% de su cuerpo arrasado por quemaduras de tercer grado
que los mutilaron, los deformaron y los llevaron a ese paraíso en El Junquito a
buscar ayuda y apoyo. De esto me di cuenta muchos años después; a mis cinco
años yo iba a la escuela y mis compañeros de clases tenían nombres y ya, no tenían
quemaduras, ni sillas de ruedas, ni muletas.
Recuerdo eso sí, con
claridad, muy vívidamente, cuando a mis amigos los llevaban a la terapia, que
consistía en forzar la elasticidad de la piel para devolverle movilidad a las
articulaciones. Me explicaron cómo la piel quemada se muere, y hay que rasparla
para que no pudra la piel sana. También cómo hay que usar apósitos y mallas
para frenar la cicatriz, para que no se ponga dura la lesión y la piel se
regenere “en orden”; luego la fisioterapia para estirarla.
Los niños de la escuelita no
tendrían más de 12 años, y “los internos” como llamábamos a quienes vivían ahí para
recibir tratamiento, estaban distribuidos por todos los grados de primaria. Niños
que a su edad ya había sufrido el dolor del accidente que los lesionó y varios
años de dolor de curas, terapias, operaciones, injertos de piel… Y ahí estaban,
tempranito en la mañana, en aquel frío que te quebraba los labios, en aquella
lluvia que no paraba nunca, esmerados en sus clases, en sus tareas, emocionados
con el coro y la banda de guerra y los paseos a los museos. Habían sufrido lo
que no he sufrido yo hasta ahora en estos treinta y tres años, pero seguían
luchando, sin quejarse, sin cansarse, lejos de sus familia porque muchos eran
del interior del país. Todos muy pobres, pero haciendo lo necesario.
Seguí en contacto con muchos
de mis compañeros, con las limitaciones propias de haber crecido en la
prehistoria sin Internet ni redes sociales. Muchos graduados, autosuficientes,
libres. Sabían desde siempre que su futuro dependía de su disposición y lo
lograron.
…
A mi país lo quemaron. Lo
arrasaron y mutilaron. El proceso de sanar esas heridas es doloroso, intenso,
prolongado. Hay que raspar la piel quemada para que no pudra la piel sana, y
eso duele. Hay que trabajar muy duro para
que las cicatrices no endurezcan y no nos impidan movernos. Hay que
hacer lo necesario para curarnos y seguir. Estoy segura que podemos. Y tener
otra historia que contar.
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