viernes, 12 de agosto de 2016

Hacer lo necesario


Estudié en una escuela subsidiada, del programa Fe y Alegría y construida por la Asociación Civil para la Cirugía Plástica y Reconstructiva. Esta asociación tenía por objeto recaudar fondos para intervenir a niños que hubiesen padecido quemaduras extremas y requerían tratamiento prolongado para atenderse, sanar y crecer con condiciones físicas adecuadas. Su centro de operaciones era el J.M. de Los Ríos.

La idea de la escuelita es que los niños con necesidad de tratamiento pudieran recibirlo y a la vez ir a la escuela. Curarse y crecer a la vez. Para ello construyeron la escuela en El Junquito y buscaron por toda la zona niños con edad escolar y por allá en el año 87 arrancó el proyecto.

Mis compañeros de clase fueron pues vecinitos de la “hacienda” que a mitad de los 90 se volvió “urbanización”, y niños con 35, 50, 80% de su cuerpo arrasado por quemaduras de tercer grado que los mutilaron, los deformaron y los llevaron a ese paraíso en El Junquito a buscar ayuda y apoyo. De esto me di cuenta muchos años después; a mis cinco años yo iba a la escuela y mis compañeros de clases tenían nombres y ya, no tenían quemaduras, ni sillas de ruedas, ni muletas.

Recuerdo eso sí, con claridad, muy vívidamente, cuando a mis amigos los llevaban a la terapia, que consistía en forzar la elasticidad de la piel para devolverle movilidad a las articulaciones. Me explicaron cómo la piel quemada se muere, y hay que rasparla para que no pudra la piel sana. También cómo hay que usar apósitos y mallas para frenar la cicatriz, para que no se ponga dura la lesión y la piel se regenere “en orden”; luego la fisioterapia para estirarla.

Los niños de la escuelita no tendrían más de 12 años, y “los internos” como llamábamos a quienes vivían ahí para recibir tratamiento, estaban distribuidos por todos los grados de primaria. Niños que a su edad ya había sufrido el dolor del accidente que los lesionó y varios años de dolor de curas, terapias, operaciones, injertos de piel… Y ahí estaban, tempranito en la mañana, en aquel frío que te quebraba los labios, en aquella lluvia que no paraba nunca, esmerados en sus clases, en sus tareas, emocionados con el coro y la banda de guerra y los paseos a los museos. Habían sufrido lo que no he sufrido yo hasta ahora en estos treinta y tres años, pero seguían luchando, sin quejarse, sin cansarse, lejos de sus familia porque muchos eran del interior del país. Todos muy pobres, pero haciendo lo necesario.

Seguí en contacto con muchos de mis compañeros, con las limitaciones propias de haber crecido en la prehistoria sin Internet ni redes sociales. Muchos graduados, autosuficientes, libres. Sabían desde siempre que su futuro dependía de su disposición y lo lograron.



A mi país lo quemaron. Lo arrasaron y mutilaron. El proceso de sanar esas heridas es doloroso, intenso, prolongado. Hay que raspar la piel quemada para que no pudra la piel sana, y eso duele. Hay que trabajar muy duro para  que las cicatrices no endurezcan y no nos impidan movernos. Hay que hacer lo necesario para curarnos y seguir. Estoy segura que podemos. Y tener otra historia que contar.

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