Los venezolanos fuimos la democracia más
antigua del continente. El Pacto de Punto Fijo y la Constitución de 1961 sembraron
en nosotros el espíritu democrático con el que se modernizó el país hasta
convertirlo en destino apetecible para la inversión, el desarrollo, el turismo.
Sin embargo, la estructura de gobierno y de la administración
pública se desgastó, exigía una renovación que se pusiera a tono con las
exigencias del país y del mundo, requería la diversificación de nuestra economía,
la inversión privada. Necesitábamos un gobierno que se modernizara a la par del
país y que atendiera el rezago social que se fue creando en perjuicio de miles
de venezolanos que se encontraban sumidos en la pobreza.
Ante esa coyuntura la clase política
venezolana, heredera de la lucha por la democracia desde comienzos de siglo, no
estuvo a la altura de las exigencias sociales. La gente pedía revisión y los cálculos
políticos retrasaron los procesos de reforma del estado, mientras algunos egos
se aprovecharon del desafortunado intento de golpe de estado del 4 de febrero
de 1992, para colarse en el descontento y saldar deudas personales a cargo del
futuro del país. Así como José Luzardo clavó en el bahareque la lanza con
que mató a su hijo, los padres de la democracia venezolana la asesinaron.
En 24 años los venezolanos hemos padecido las
crisis más profundas, alternadas por una ocasional bonanza petrolera sin
precedentes. Esos difíciles contrastes que han impactado pavorosamente nuestra
calidad de vida, no han mellado nuestra conciencia de democracia primogénita. Hemos
resistido los embates de un gobierno autoritario y personalista sin que la
oposición al gobierno haya dejado de serlo, sin que los ciudadanos hayamos
sucumbido en nuestros reclamos de más y mejor democracia y muy
significativamente: sin ceder a la tentación de combatir el autoritarismo con más
autoritarismo.
Al igual que en los 80, el país reclama
cambios, reformas profundas no sólo en la estructura del Estado sino también en
esa clase política que nos gobierna y en aquella que aspira gobernarnos. El
pueblo venezolano ha demostrado que esos cambios serán a través de los
mecanismos que ofrece la Constitución, o no serán.
La paciencia del venezolano pone en cabeza de
los líderes de la oposición la responsabilidad de contribuir a que los cambios
políticos se lleven adelante de manera democrática, y que las posiciones de los
partidos políticos trasciendan los personalismos y escuchen a su militancia,
que en este momento no piensa en candidatos sino en soluciones. A los
venezolanos no nos interesa –simplemente no nos interesa- el plan que cada uno
de los líderes opositores ha diseñado para sí; apoyaremos las soluciones que
nos involucren a todos y nos den la capacidad de decidir el destino de nuestro
país.
El gobierno, el chavismo, tiene la oportunidad
de oro de escuchar y entender también a su militancia, dar un paso a un lado y
permitirse reinventarse, repensarse y avanzar. Aferrarse al poder por el poder
mismo, no porque el poder lo sea todo, sino porque es lo único que les queda, sólo
garantizará su extinción.
La historia es un espiral, decía alguien por
allí y a mi me gusta esa idea. El país está en ese momento preciso en que el
capullo o florece o se seca en la mata. Esperemos que esta vez no volvamos a
equivocarnos.